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Todo lo contrario a lo que nos enseñó Cortázar: ni un rayo que me parte los huesos, ni un estaqueo en el medio del patio. Lo veo y como una lucecita que se va prendiendo sobre él, empieza a gustarme de a poco. Lo escucho tocar con su banda de folklore en la plaza de Humahuaca y la decisión está más que tomada. Le saco un par de fotos, me acerco, y cuando terminan su repertorio les comento que soy parte de una revista cultural, y que me interesaría hacerles una nota. Santiago agenda mi contacto. Tiro un par de chistes y me voy con mis amigas en un acting super ensayado de “te habló sólo porque quiero dar a conocer a artistas emergentes a través de un medio de comunicación”. Me pongo a bailar unas chacareras y bailecitos con unos tucumanos. Cuando ya no doy más, voy sin carpa y me siento al lado suyo. Me dedico a ejercer la simpatía, y el morocho despeinado con cara de que hace un mes que está viajando responde a ella. Le pregunto dónde vive, me dice el barrio, las calles. Sólo nos separan 30 paralelas, compartimos intersección porteña. Mi amiga –que es testigo del flirteo- nos dice que nos podemos encontrar en el medio, él y yo sonreímos en un juego de callar para así poder otorgar. Me distraigo dos segundos, y cuando me doy cuenta, él ya está con sus amigos zapando de nuevo. Músico tenía que ser. Me pregunto qué hacer frente a esa situación, si ponerme en rol de hiper copada y me quedarme hasta cualquier hora bailando mientras ellos tocan, o qué. Media hora después ya estoy adentro de mi bolsa de dormir, sola.

Al día siguiente camino casi en puntitas de pie, con mis ojos que oscilan entre abrirse mucho y afinarse buscando hacer foco por todo el pueblo, justo cuando empieza a llover se da: lo encontramos a Santiago refugiándose en un bar junto a un amigo. Nos quedamos mi amiga, ellos y yo sentados en la misma mesa, esperando que deje de llover. Charlamos sobre temas de los que se habla cuando se está de viaje: lugares que visitamos, hospedaje, no querer volver, cómo administramos la plata, “música, alcohol y chocolates” dice mi nueva meta como quien da un orden de necesidades básicas. Yo retengo cada balbuceo que sale de su boca.

Después de un rato, la temperatura empieza a bajar, así que nos vamos cada uno por su lado a buscar abrigo. En el camino, no termino de animarme a confesarle a mi amiga que me nace el deseo de dormir la siesta con ese chico, que nos atacan unos pibitos con talco y nieve artificial, ¡el carnaval humahuaqueño! “Ya está, Ornella, estoy flechada por Cupido” le digo.

Pasan varios intentos de mates, empanadas llenas de espuma Rey Momo, anteojos de sol para evitar tener los ojos irritados, y entre la multitud colorida aparece mi amado con su secuaz, traen un tinto en cartón que monopoliza la fiesta. Tetra va, tetra viene, y la lluvia otra vez. La odisea de encontrar donde ampararnos del agua hace que terminemos yendo a cenar todos juntos. Santiago camina en zig-zag por los efectos del alcohol, y eso hace que también esté a punto de perder sus superpoderes sobre mí. Yo lo sé muy bien: es ahora o nunca. En cuatro horas sale el micro que sí o sí tengo que tomarme para volver a Capital Federal, es necesario que a Santiago se le pase al menos un poco la borrachera sino este amor contrarreloj va a ser imposible. Me siento más “Antes del atardecer” que nunca, sin embargo, Romeíto no para de decir idioteces, se le patinan las palabras, y por momentos se queda congelado, estático, colgado.
Yo, que estoy en frente suyo, en una maniobra grandilocuente me siento al lado de él. Me dice que vayamos a ver las estrellas. “Llueve… no hay estrellas” le contesto. “Vamos igual” me sonríe. Salimos a la calle, nos metemos debajo de un balcón para no mojarnos, nos miramos lentamente a los ojos hasta que nos damos un beso. Me gusta cómo se siente esto, es como si nos cubriera un remolino rosa, violeta, amarillo, con destellos de luz que se extienden por todo el cuerpo; parecemos una publicidad de caramelos sabor mentol, con la frescura que nos trepa por el cuerpo, y a la vez nos hace volar. Una frescura que es interrumpida por nuestros compañeros de viaje, que nos proponen ir a la plaza. El tipo me agarra de la mano para caminar. Mi amiga me mira, “¿qué onda, pintó amor?” me dice a través de un gesto, de esos que sólo entendés con tus amigos. En las escaleras de Humahuaca, el morocho me dice de ir a un lugar más calentito y seco. “No tengo hospedaje. Soy una sintecho” me lamento, y él me invita a su carpa.

Diez minutos después estamos en su camping: las carpas de sus amigos están pegadísimas a la nuestra, si dejamos de hablar se escucha hasta el latido del corazón del vecino. Pero la vida es corta y ya estamos en el baile, así que dejamos que triunfe el amor y nos ponemos a bailar. La privacidad quedará para otro día. Un par de horas después suena la alarma de mi celular. Otra vez soy “Antes del atardecer” en su máximo esplendor: en treinta minutos sale el micro a Buenos Aires, me tengo que ir, no hay opción. Saco un chocolate de mi carterita y se lo doy.

Santiago me acompaña al hospedaje donde dejé mi mochila. Ahí me espera mi amiga, que con una rapidez que yo no tengo, le pide a mi nueva conquista que le lleve su equipaje.

Llegamos a la Terminal, el micro está en marcha y todos los pasajeros arriba. El chico de la guitarrita apoya sus labios en los míos, y repite mi nombre completo. Asiento 13, lado de la ventanilla. Es la 1.40am y ya no llueve en Jujuy como horas atrás. Se apagan las luces, el micro sale. Todavía siento en mi boca el sabor del Chonik que compré como cada vez que me gusta un chico. Pero esta vez no me lo comí sola después de verlo, sino que me animé y se lo regalé. Será que con Santiago todo fue más espontáneo y natural. Al menos por un rato.

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