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Después de seis meses, me crucé a mi amor de verano 2013 en Plaza de Mayo. Apenas lo vi me sorprendió su look: tenía unos anteojos muy grandes, estaba afeitado, miraba, hablaba y gesticulaba con un aire chetón palermitano que en el carnaval humahuaqueño yo no había detectado. Me gustó reconocer sus uñas largas para tocar la guitarra, pero la falta de talco y espuma carnavaleros dejaban ver que debajo del morocho amante del folklore que yo había conocido meses atrás, había otra persona.
Intentamos contarnos más o menos en qué andábamos, pero otras conversaciones se dispararon y se interpusieron entre el objetivo y nosotros. Sentados en el pasto me contó que estaba ahí por una marcha sobre unas leyes de música, no entendí muy bien de qué se trataba, pero sospecho que él tampoco. Hablamos de su banda, que se había comenzado a gestar en el Norte, que ahora estaba haciendo varias fechas. Le conté de mi nuevo laburo como asistente en una obra itinerante. Me preguntó por los amores, y después de haberle esbozado un poco cuál era mi situación, me contestó que sólo le estaba diciendo cosas negativas, que eran una seguidilla de noes: no me gusta tal, no me da bola aquel, no me sale. Tenía razón, y ese era el único «sí» que yo podía dar respecto al amor. Él no estaba saliendo con nadie ni  nada parecido, había decidido dejar de lado las relaciones esporádicas o superficiales.
Empezó a caer el sol, los mates que él tenía ya estaban fríos y lavados, la gente empezaba a desconcentrarse, y sólo quedaban algunos que otros deambulantes de la ciudad, de los que buscan algún lugar donde dormir, que en lo posible que no esté tan frío. Santiago tenía que irse a un ensayo con los pibes que yo había conocido en enero. Casi sin ganas, encaramos para Diagonal Norte. Se aproximaba el fin del encuentro, íbamos para lados opuestos, pero  en vez de alejarnos, empezamos a acercarnos cada vez más, él ya no me miraba a los ojos cuando me hablaba, sino que lo hacía en mi oído. Como quien elabora cada instante, sin dejarse llevar por impulsos o sin dejar de pensar sus movimientos, Santiago se alejó un poquito de mí, me observó y se acercó mucho, hasta que nuestras narices quedaron en contacto. Nos besamos,  y como si se me prendiera una luz interna, recordé la suavidad de sus labios, la textura de su lengua, la delicadeza con la que daba cada beso. Entrelazamos nuestros dedos, y sentí a la vez que recordaba lo áspera que era la piel de sus manos; me apoyé sobre su hombro, sentí su olor, se mezclaba con el perfume dulzón de su bufanda. Volvimos a besarnos, esta vez el beso se sintió con más gusto, perfeccionados los sentidos. Al alejarme un poquito para mirarlo, vi el lunarcito que tiene en la pupila del ojo derecho, sonreí. Estábamos en eso cuando una voz nos interrumpió: era un amigo suyo. Se saludaron con un gran abrazo, charlaron por un rato,  más de lo que a mí me hubiese gustado. Después Santiago me contó que hacía años que no se veían. Volvimos a besarnos y volvimos a nuestra charla. Por un momento nos contemplamos en silencio, hasta que un bondi que pasó nos distrajo. Se hacía tarde para él. Después de un último beso, me deseó buena semana, y soltándome de a poco las manos, se fue.
Pasaron dos, tres días; pasó una semana. Esperé, pero no supe nada de él.
A los diez días me dí por vencida.

A veces me acuerdo de ese encuentro casual y no puedo evitar preguntarme qué habrá sentido él esa noche cuando se subió al subte, o qué le habrá respondido a su amigo -el de aquella esquina- cuando le preguntó quién era la chica de la Plaza.

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