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Me senté en una mesa donde había un chico. Me preguntó si tomaba mate, le dije que justo me había pedido un café. Él era rubio, de ojos celestes, anteojos. Me sentía vacía por dentro, y la amargura de la yerba iba a agrandar ese hueco. No tardó ni un minuto en irse a la calle, dejando sus apuntes abiertos en la mesa redonda que compartíamos en La Barbarie, el bar que está en frente de la facultad. A través de la ventana vi que prendió un pucho, hacía mucho frío y había humedad, eso hizo que el humo le cubra la cara. Yo mordía la punta de la birome, me puse a mirar la hoja en blanco, pero al toque levanté la vista de nuevo y vi que él me miraba desde afuera, le respondí con una mueca, me acomodé un poco el pelo. La falta de sol se me metía en el cuerpo, un poco era culpa de las hormonas, otro de saber que el hombre con el que había salido días atrás me había gustado con la simpleza, la transparencia, la espontaneidad y la ternura de amor, y no era la histeria masculina que me perseguía sin descanso hacía rato, pero claro, este hombre estaba comprometido. Aparecía también en mi mente la voz de Julia cantándome «estoy enamorada de todos, de todos, de todos», mientras imaginaba a la chufa bailando vestida de Marilyn Monroe, y los pelos largos de Cris Morena. Pensaba todo eso y miraba el apunte como si tuviera que hacerme creer a mi misma que estaba concentradísima. Cuando yo hojeaba y ojeaba la pila de conceptos, el tipo de nariz congelada volvió a la mesa, no emitió sonido. En forma compulsiva se puso a subrayar su texto con birome roja, a hacer flechas en azul, pasar el resaltador amarillo, ir y venir de página en página. Yo, en cambio, no lograba llegar a leer qué autor, qué materia, ni qué carrera estudiaba. Hacía garabatos en mis márgenes, nunca antes había visto a ese chico.
De pronto, me miró a los ojos, eran transparentísimos. «¿Ni ahí tenés Liquid Paper, no?» me preguntó. «Pfff, no, ni a palos… ¿vos no serás de los que borran con liquid en los parciales?». Asintió con la cabeza, le contesté que eso hacía que lo admire a primera vista, que lo había estado observando y me divertía mucho ver todas las mañas que tenía para resaltar lo importante, que yo no más buscaba que la birome no sea negra para que se distinga un poco, que me gustaba estudiar en los bares, pero nada mejor como la mañana en casa. Que me hubiera gustado compartir el mate, pero hoy mejor no. Y que, ya que estábamos, me encantaba la chomba violeta que tenía puesta. Me sorprendí un poco del piropo que mandé sin tantear su reacción a todo lo que le decía. Mis palabras, mis ojos, mis manos, mi yo entero se sentía atraído hacia él. Me contó que cuando estaba en el CBC hacía dos resúmenes de cada texto, que una vez un profesor casi lo agarra copiándose y lo hace recursar Sociología, pero que se copó al final cuando vio todos los apuntes que tenía. Hablamos de rayones en autos de docentes en nuestra adolescencia, de que si es posible asesinar a una persona sin que se den cuenta de que fue homicidio, de una película donde una pareja tenía sexo con muertos, y que la mina le clavaba un palo en la panza para garchárselo. También hablamos de por qué es tan caro el café con leche en otros bares, y de que es un embole la polarización de la política. Nos enredarnos en una ramificación parlante, donde cada comentario daba pie a uno nuevo, a un chiste, a una anécdota, a una reflexión. Se hicieron más de las siete de la tarde, nuestras respectivas clases ya habían empezado. Estudiaba trabajo social y era extra en las obras del Teatro San Martín, su horario y sueldo parecían de oficina, pero su tarea era artística. Yo no sé si el sueño de cualquier aspirante a artista, pero al menos sí un trabajo muy cómodo y conveniente para el rubro.
Me cohibió un poco ver que varias personas entraban al bar, pedían algo para comer, leían un rato, y se iban, porque eso significaba que el tic tac avanzaba, y a nosotros todavía nos quedaba muchísimo por recorrer. Esta charla no se había puesto ni los pañales.
Pedimos una birra, una pizza. Empezó a caer gente que salía de clase, algunos me saludaban a mí, otros a él. No sé si porque era tarde, o porque eran demasiadas horas juntos, pero sentí que tenía que frenar este encuentro. Le dije que me tenía que ir. Me acompañó a la parada del colectivo, me preguntó dónde vivía. Nos dimos cuenta de que no sabíamos nuestros nombres, nos presentamos. «No me vayas a agregar al Facebook, por favor» le dije. Y comenté que vivía a dos bondis de distancia. Él tenía que tomarse el tren pero ya no lo agarraba por la hora. Se iba a quedar en un bar haciendo tiempo con el apunte que conmigo en frente no pudo leer. Le sonreí, se hizo el primer silencio y nos quedamos mirándonos. Llegó el 39. Me dio un beso en la nariz. «Hola, uno sesenta por favor». A través de la ventanilla vi que se prendía un pucho, que el frío y la humedad hacían que el humo le tapara la cara. Mariano no había vuelto a fumar desde esa tarde en la puerta de La Barbarie.

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