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Salgo de La Barbarie medio borracha. En la parada del bondi me encuentro a un compañero, Gonzalo. Nos ponemos a discutir sobre la falta de un comedor universitario, y agradecemos que exista el bar autogestionado de la esquina de fsoc, que no sólo reemplaza el espacio que la facultad no nos da, sino que me facilita el alcohol que me acabo de tomar. Ya arriba del 39 le comento que a las 00hs va a ser mi cumpleaños, que si mañana quiere sumarse al festejo, está más que invitado. Gonzalo se queja que tiene sueño, que es tarde, que tiene que esperar el tren, y que no llega al que pretendía tomarse, que va a hacérsele tardísimo, y encima hace frío. Está molesto, hace puchero. A mí, que justo estoy parando en la casa de una amiga que está de viaje, me da un poco de pena verlo así. Como él conoce a mi amiga y su casa, oscilo un poco, pero termino invitándolo a dormir en el futón del living, y yo en el cuarto, le aclaro. Se lo digo de par a par, de compañero a compañero, de persona a persona, ni siquiera lo miro mucho cuando se lo digo: lo estoy invitando a dormir, nada más.

Llegamos al departamento de Ornella. No sé ni dónde sentarme porque no es mi casa. Le ofrezco un vaso de agua, abrimos el futón y le alcanzo sábanas; después me tiro en otro sillón a charlar un rato con él, pero los ojos se me empañan del sueño. Me voy a lavar los dientes, y cuando vuelvo él tiene la camisa desabrochada. Yo como si nada sucediera, como si tener a un hombre casi desconocido en cuero en el living fuese algo normal, cotidiano. Le digo que al día siguiente más le vale que me haga el desayuno, que acá está la llave y que puede ir a comprar facturas. Dudo si dar un paso adelante –sobre él- o irme a dormir. Pienso en que si me acuesto ahora con él voy a tener que dormir toda la noche a su lado, y eso va a ser muy largo y duro, y en este caso eso no aplica como algo positivo porque no sé dormir con desconocidos. Le doy unas palmaditas en la espalda y subo la escalera que me dirige a mi cuarto. La casa es un loft, por lo tanto la habitación no tiene puerta, sino que al subir la escalera ya te encontrás con la habitación. Él abajo, yo arriba; y desde ahí él me habla, qué buena está la casa, qué linda almohada, entra mucha luz. Yo me siento un poco como cuando era chiquita y venía una amiga a dormir, o como cuando compartía cuarto con mis hermanas, y ellas no podían conciliar el sueño. Me dice que tiene frío, yo me hago la boluda y le lanzo una frazada.
No pego un ojo en toda la noche. De pensar que tengo a un chabón allá abajo no puedo dormir muy en paz. Cada ruidito que suena me despierta. Y sé que él también está despierto, lo escucho moverse, hace sonidos a propósito, está viendo si yo respondo a eso, pero no, no lo hago.
A las siete de la mañana ya estoy despiertísima, me quiero levantar pero tengo un flaco durmiendo en el living-cocina. Ay, ¿por qué la vida es así?
En un momento siento un ruido, creo que él está pisando la escalera de madera. No, falsa alarma, no pasa nada. Vuelvo a escuchar lo mismo. Me río por dentro, sé muy bien que está amagando, dudando si subir o no. Y de pronto ocurre lo inevitable: al darme vuelta tengo un tipo en boxer negro, bronceado ¡en abril!, musculoso, con una tabla de lavar la ropa en la panza. Se lanza encima de la cama, al lado mío y me dice “Feliz cumpleaños”. Me dice que tiene frío y se mete adentro de las sábanas conmigo.
A las dos horas ya recibí el desayuno. No vino con facturas, pero tal vez hayan sido mis amigas las que me mandaron a un streaper encubierto en un compañero para cortar la mala racha, y comenzar los veintisiete garchando.

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