7

Entré al chino y estaba Mariano.
-Marian, ¿qué hacés por acá? -dije mientras me peinaba un poco con la mano. Apareció una chica de pelo cortito, nariz rara, dientes raros, ropa rara. Era de esas personas que no sabés si son lindas o feas.
-Francisca, ella es Laura. -nos presentó Mariano. Al chico de joggineta se le había olvidado comentarme que salía con una especie de bailarina en la oscuridad que no podía escaparle a su excéntrico destino estético. Mariano me contó que estaba por estrenar una obra de teatro, que después me pasaba el dato. Yo agarré unos Don Satures y me fui a mi casa.
Un par de días después me agregó a Facebook desde la cuenta de la obra en la que estaba actuando, me dijo que qué garrón habernos cruzado de esa forma, que le había resultado un poco incómodo, y que además estaba muy linda. Sentí que su objetivo tramposo iba tomando forma, si no por qué me decía esas cosas desde un Facebook institucional. Así que cerré la ventana de chat.
Me lo volví a encontrar en la misma mesa de aquella vez. Leía y resaltaba algunos conceptos, y borraba anotaciones con Liquid Paper. Me abrazó con todo el cuerpo, como si se le hubiese escapado y no se hubiera podido controlar. Tenía un par de entradas para el teatro encima, así que me las dio. Me acordé de su novia rara, y pensé que él también lo era. Acepté.
Caí en el San Martín sola porque no había encontrado coequiper. No era la primera vez que lo hacía, disfrutaba mucho andar recorriendo lugares y personas a mi tiempo. Durante la función reconocí al streaper entre los actores: me llamó mucho la atención que la noche que habíamos estado juntos no me había hecho ningún comentario al respecto, y pensé en cuántas novedades interesantes deben pasársenos de largo cuando vemos a alguien. El mundo una vez más se volvía un excitante pañuelo endogámico.
Al terminar la función, Gonzalo, el streaper, me insistió para que vaya a cenar con él y varios más. La obra había sido brillante, y la pizza de Güerrín, además de chorrearse de muzzarella, prometía jugar al límite por compartir la mesa con Gonzalo, Mariano y su novia amelienesca.
La conversación giró en torno al callecorrentismo teatral: tal puesta de Tolcachir en el Lola Membrives, que las funciones en Timbre 4 tienen ese noséqué, que qué groso es Muscari, o que es un idiota. Y qué grande es Javier Daulte, por favor.
Al momento de irnos Mariano me sonreía con ojos libidinosos, Francisca -que no se daba cuenta de que su novio me morfaba con la mirada- se reía borracha y me decía que vaya con ellos en el auto. Era la frutilla del postre de lo bizarro. Esperar el 140 era un garrón, así que me subí al Corsa.
Durante el trayecto charlamos un montón, cuando llegamos a mi casa la discusión sobre popes de las tablas estaba recién iniciándose, nos detuvimos frente a mi puerta y seguimos con la conversación, pero Francisca se puso a insistir en que vayamos los tres a tomar algo. Dudé por dos segundos, pero acepté.
En el departamento de Ávalos, Mariano preparó un Fernet enorme para los tres. Ella abrió unas fotos en la notebook para mostrarme. Me senté frente a la compu en un banquito, se acercó Mariano, entonces Francisca se sentó en el mismo banquito que yo. Como a las diez imágenes, me di cuenta de que la mano de ella estaba sobre mi rodilla, no sabía muy bien cuándo había empezado a acariciarme pero se deslizó hasta mi entrepierna. Me quedé quieta, paralizada. Miré a Mariano, él a Francisca que sonrió y me beso. La brutalidad de Mariano lanzándose a mi cuello se contrapuso a la delicadeza de su novia. Él, desde atrás mío, alternaba entre besarme la espalda por debajo de la remera, y besar a su novia en los labios. Yo lo recorría a Mariano con mis manos, y un poco con mi lengua. Olía muy bien, ella mejor todavía. Él metió su mano adentro de mi bombacha, y casi como un acto reflejo le mordisqueé el lóbulo de la oreja a Francisca. Nos besamos los tres en los labios, nuestras lenguas se mezclaban, y así nos fuimos sacando la ropa el uno al otro, y al otro. De a poco fuimos hasta la cama, ahí nuestras piernas se entrelazaban, nuestros pies se acariciaban, nuestras lenguas jugueteaban. Mariano nos tocaba a las dos juntas, y Francisca acababa una vez tras otra, lo hizo como diez veces, yo -que no quería que se termine ese momento- retenía mi orgasmo, lo aguantaba, lo hacía frenar a Mariano por momentos, y lo hacía continuar con desesperación. Así seguimos un rato, hasta que entre los dos empezaron a darme sexo oral, empecé a retorcerme, perdía la consciencia, los ojos se me iban para atrás, los deditos de los pies se me retorcían, trataba de entenderme, pero no me daba cuenta si estaba viviendo un gran orgasmo que no concluía o si eran muchos chiquitos. Después fue el turno de Mariano, y Francisca al ver a su pareja en éxtasis, como si hubiese recibido algún estímulo físico, volvió a tener un orgasmo.
Cuando volví de mirar mi celular, que sonaba hacía rato de forma repetitiva por culpa de un mensaje de texto, vi cómo Mariano y Francisca se miraban cómplices: sus ojos transparentes me decían que entre ellos había tanto amor que podían compartirlo.
Y esa noche había sido conmigo.

5

Me senté en una mesa donde había un chico. Me preguntó si tomaba mate, le dije que justo me había pedido un café. Él era rubio, de ojos celestes, anteojos. Me sentía vacía por dentro, y la amargura de la yerba iba a agrandar ese hueco. No tardó ni un minuto en irse a la calle, dejando sus apuntes abiertos en la mesa redonda que compartíamos en La Barbarie, el bar que está en frente de la facultad. A través de la ventana vi que prendió un pucho, hacía mucho frío y había humedad, eso hizo que el humo le cubra la cara. Yo mordía la punta de la birome, me puse a mirar la hoja en blanco, pero al toque levanté la vista de nuevo y vi que él me miraba desde afuera, le respondí con una mueca, me acomodé un poco el pelo. La falta de sol se me metía en el cuerpo, un poco era culpa de las hormonas, otro de saber que el hombre con el que había salido días atrás me había gustado con la simpleza, la transparencia, la espontaneidad y la ternura de amor, y no era la histeria masculina que me perseguía sin descanso hacía rato, pero claro, este hombre estaba comprometido. Aparecía también en mi mente la voz de Julia cantándome «estoy enamorada de todos, de todos, de todos», mientras imaginaba a la chufa bailando vestida de Marilyn Monroe, y los pelos largos de Cris Morena. Pensaba todo eso y miraba el apunte como si tuviera que hacerme creer a mi misma que estaba concentradísima. Cuando yo hojeaba y ojeaba la pila de conceptos, el tipo de nariz congelada volvió a la mesa, no emitió sonido. En forma compulsiva se puso a subrayar su texto con birome roja, a hacer flechas en azul, pasar el resaltador amarillo, ir y venir de página en página. Yo, en cambio, no lograba llegar a leer qué autor, qué materia, ni qué carrera estudiaba. Hacía garabatos en mis márgenes, nunca antes había visto a ese chico.
De pronto, me miró a los ojos, eran transparentísimos. «¿Ni ahí tenés Liquid Paper, no?» me preguntó. «Pfff, no, ni a palos… ¿vos no serás de los que borran con liquid en los parciales?». Asintió con la cabeza, le contesté que eso hacía que lo admire a primera vista, que lo había estado observando y me divertía mucho ver todas las mañas que tenía para resaltar lo importante, que yo no más buscaba que la birome no sea negra para que se distinga un poco, que me gustaba estudiar en los bares, pero nada mejor como la mañana en casa. Que me hubiera gustado compartir el mate, pero hoy mejor no. Y que, ya que estábamos, me encantaba la chomba violeta que tenía puesta. Me sorprendí un poco del piropo que mandé sin tantear su reacción a todo lo que le decía. Mis palabras, mis ojos, mis manos, mi yo entero se sentía atraído hacia él. Me contó que cuando estaba en el CBC hacía dos resúmenes de cada texto, que una vez un profesor casi lo agarra copiándose y lo hace recursar Sociología, pero que se copó al final cuando vio todos los apuntes que tenía. Hablamos de rayones en autos de docentes en nuestra adolescencia, de que si es posible asesinar a una persona sin que se den cuenta de que fue homicidio, de una película donde una pareja tenía sexo con muertos, y que la mina le clavaba un palo en la panza para garchárselo. También hablamos de por qué es tan caro el café con leche en otros bares, y de que es un embole la polarización de la política. Nos enredarnos en una ramificación parlante, donde cada comentario daba pie a uno nuevo, a un chiste, a una anécdota, a una reflexión. Se hicieron más de las siete de la tarde, nuestras respectivas clases ya habían empezado. Estudiaba trabajo social y era extra en las obras del Teatro San Martín, su horario y sueldo parecían de oficina, pero su tarea era artística. Yo no sé si el sueño de cualquier aspirante a artista, pero al menos sí un trabajo muy cómodo y conveniente para el rubro.
Me cohibió un poco ver que varias personas entraban al bar, pedían algo para comer, leían un rato, y se iban, porque eso significaba que el tic tac avanzaba, y a nosotros todavía nos quedaba muchísimo por recorrer. Esta charla no se había puesto ni los pañales.
Pedimos una birra, una pizza. Empezó a caer gente que salía de clase, algunos me saludaban a mí, otros a él. No sé si porque era tarde, o porque eran demasiadas horas juntos, pero sentí que tenía que frenar este encuentro. Le dije que me tenía que ir. Me acompañó a la parada del colectivo, me preguntó dónde vivía. Nos dimos cuenta de que no sabíamos nuestros nombres, nos presentamos. «No me vayas a agregar al Facebook, por favor» le dije. Y comenté que vivía a dos bondis de distancia. Él tenía que tomarse el tren pero ya no lo agarraba por la hora. Se iba a quedar en un bar haciendo tiempo con el apunte que conmigo en frente no pudo leer. Le sonreí, se hizo el primer silencio y nos quedamos mirándonos. Llegó el 39. Me dio un beso en la nariz. «Hola, uno sesenta por favor». A través de la ventanilla vi que se prendía un pucho, que el frío y la humedad hacían que el humo le tapara la cara. Mariano no había vuelto a fumar desde esa tarde en la puerta de La Barbarie.