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La casa huele a caramelo y a lluvia. Diecisiete minutos más tarde de la hora pautada suena el timbre, un mail queda suspendido en la cibernética. Bajo la escalera y abro la puerta de entrada, no logro cerrarla que un beso se adueña de la situación. Él lleva puesta su campera negra que le saco apenas subimos, una remera escote en vé, y una sonrisa que a lo largo de la tarde empieza a dibujarse en su cara. Nos sumergimos en la cocina, el azúcar se derrite en nuestra boca, viaja por los cuerpos, por los dedos y se escurre en miradas que se convierten en muchísimos “Hola” miedosos, expectantes. Pasan las horas, los pensamientos a toda la velocidad. Un mate. Una sonrisa. Otro mate. Un roce. Un mate. Él arriba, yo abajo. Mate.

No para de llover, es hora de partir hacia la excusa que usamos para vernos. Me enredo en mi propio suéter para generar un letargo en la despedida. Lo abrazo una vez, dos veces, tres. “Nos vemos dentro de mucho tiempo”. Una caricia en su mano y la puerta del auto que, cuando desciendo, hace “¡paf!”.

Pasan los días, y la casa sigue oliendo a caramelo.

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