5

Me senté en una mesa donde había un chico. Me preguntó si tomaba mate, le dije que justo me había pedido un café. Él era rubio, de ojos celestes, anteojos. Me sentía vacía por dentro, y la amargura de la yerba iba a agrandar ese hueco. No tardó ni un minuto en irse a la calle, dejando sus apuntes abiertos en la mesa redonda que compartíamos en La Barbarie, el bar que está en frente de la facultad. A través de la ventana vi que prendió un pucho, hacía mucho frío y había humedad, eso hizo que el humo le cubra la cara. Yo mordía la punta de la birome, me puse a mirar la hoja en blanco, pero al toque levanté la vista de nuevo y vi que él me miraba desde afuera, le respondí con una mueca, me acomodé un poco el pelo. La falta de sol se me metía en el cuerpo, un poco era culpa de las hormonas, otro de saber que el hombre con el que había salido días atrás me había gustado con la simpleza, la transparencia, la espontaneidad y la ternura de amor, y no era la histeria masculina que me perseguía sin descanso hacía rato, pero claro, este hombre estaba comprometido. Aparecía también en mi mente la voz de Julia cantándome «estoy enamorada de todos, de todos, de todos», mientras imaginaba a la chufa bailando vestida de Marilyn Monroe, y los pelos largos de Cris Morena. Pensaba todo eso y miraba el apunte como si tuviera que hacerme creer a mi misma que estaba concentradísima. Cuando yo hojeaba y ojeaba la pila de conceptos, el tipo de nariz congelada volvió a la mesa, no emitió sonido. En forma compulsiva se puso a subrayar su texto con birome roja, a hacer flechas en azul, pasar el resaltador amarillo, ir y venir de página en página. Yo, en cambio, no lograba llegar a leer qué autor, qué materia, ni qué carrera estudiaba. Hacía garabatos en mis márgenes, nunca antes había visto a ese chico.
De pronto, me miró a los ojos, eran transparentísimos. «¿Ni ahí tenés Liquid Paper, no?» me preguntó. «Pfff, no, ni a palos… ¿vos no serás de los que borran con liquid en los parciales?». Asintió con la cabeza, le contesté que eso hacía que lo admire a primera vista, que lo había estado observando y me divertía mucho ver todas las mañas que tenía para resaltar lo importante, que yo no más buscaba que la birome no sea negra para que se distinga un poco, que me gustaba estudiar en los bares, pero nada mejor como la mañana en casa. Que me hubiera gustado compartir el mate, pero hoy mejor no. Y que, ya que estábamos, me encantaba la chomba violeta que tenía puesta. Me sorprendí un poco del piropo que mandé sin tantear su reacción a todo lo que le decía. Mis palabras, mis ojos, mis manos, mi yo entero se sentía atraído hacia él. Me contó que cuando estaba en el CBC hacía dos resúmenes de cada texto, que una vez un profesor casi lo agarra copiándose y lo hace recursar Sociología, pero que se copó al final cuando vio todos los apuntes que tenía. Hablamos de rayones en autos de docentes en nuestra adolescencia, de que si es posible asesinar a una persona sin que se den cuenta de que fue homicidio, de una película donde una pareja tenía sexo con muertos, y que la mina le clavaba un palo en la panza para garchárselo. También hablamos de por qué es tan caro el café con leche en otros bares, y de que es un embole la polarización de la política. Nos enredarnos en una ramificación parlante, donde cada comentario daba pie a uno nuevo, a un chiste, a una anécdota, a una reflexión. Se hicieron más de las siete de la tarde, nuestras respectivas clases ya habían empezado. Estudiaba trabajo social y era extra en las obras del Teatro San Martín, su horario y sueldo parecían de oficina, pero su tarea era artística. Yo no sé si el sueño de cualquier aspirante a artista, pero al menos sí un trabajo muy cómodo y conveniente para el rubro.
Me cohibió un poco ver que varias personas entraban al bar, pedían algo para comer, leían un rato, y se iban, porque eso significaba que el tic tac avanzaba, y a nosotros todavía nos quedaba muchísimo por recorrer. Esta charla no se había puesto ni los pañales.
Pedimos una birra, una pizza. Empezó a caer gente que salía de clase, algunos me saludaban a mí, otros a él. No sé si porque era tarde, o porque eran demasiadas horas juntos, pero sentí que tenía que frenar este encuentro. Le dije que me tenía que ir. Me acompañó a la parada del colectivo, me preguntó dónde vivía. Nos dimos cuenta de que no sabíamos nuestros nombres, nos presentamos. «No me vayas a agregar al Facebook, por favor» le dije. Y comenté que vivía a dos bondis de distancia. Él tenía que tomarse el tren pero ya no lo agarraba por la hora. Se iba a quedar en un bar haciendo tiempo con el apunte que conmigo en frente no pudo leer. Le sonreí, se hizo el primer silencio y nos quedamos mirándonos. Llegó el 39. Me dio un beso en la nariz. «Hola, uno sesenta por favor». A través de la ventanilla vi que se prendía un pucho, que el frío y la humedad hacían que el humo le tapara la cara. Mariano no había vuelto a fumar desde esa tarde en la puerta de La Barbarie.

4

Laura ha iniciado sesión.

Esteban:
¡Feliz cumple, petereta!

Laura:
¡Pero qué palabra tan afortunada!

Esteban:
Soy un crack. ¿Cómo arrancaste el día, te hicieron la fiestita?

Laura:
Obvio, fue la historia de nunca acabar, pero porque no terminábamos nunca de garchar.

Esteban:
Me suena a que me estás mintiendo un poco.

Laura:
Sos un tipo inteligente, siempre lo supe.

Esteban:
Bueno, ojalá que la pases bárbaro y que garches bocha.

Laura:
Gran deseo es ese, nadie me lo había dado. La verdad es que siempre viene bien, otra que la salud, el dinero y el amor, esas cosas van y vienen.

Esteban:
Otros desubicados te dirán «que garches bocha… conmigo», yo no.

Laura:
¿Siempre sos tan canchero vos?

Esteban:
Sólo cuando me provocan.

Laura:
¿Yo te provoco? Contame cómo anda tu novia.

Esteban:
Uh, qué ortiva.

Laura:
Boeh, me voy. Gracias por tu deseo transparente de felicidad sexual.

Esteban:
Y como ya te dije la otra vez, deberías probar en cuanto antes el sexo anal.

Laura:
Dije chau, Esteban.

Laura ha cerrado sesión.

3

Todo lo contrario a lo que nos enseñó Cortázar: ni un rayo que me parte los huesos, ni un estaqueo en el medio del patio. Lo veo y como una lucecita que se va prendiendo sobre él, empieza a gustarme de a poco. Lo escucho tocar con su banda de folklore en la plaza de Humahuaca y la decisión está más que tomada. Le saco un par de fotos, me acerco, y cuando terminan su repertorio les comento que soy parte de una revista cultural, y que me interesaría hacerles una nota. Santiago agenda mi contacto. Tiro un par de chistes y me voy con mis amigas en un acting super ensayado de “te habló sólo porque quiero dar a conocer a artistas emergentes a través de un medio de comunicación”. Me pongo a bailar unas chacareras y bailecitos con unos tucumanos. Cuando ya no doy más, voy sin carpa y me siento al lado suyo. Me dedico a ejercer la simpatía, y el morocho despeinado con cara de que hace un mes que está viajando responde a ella. Le pregunto dónde vive, me dice el barrio, las calles. Sólo nos separan 30 paralelas, compartimos intersección porteña. Mi amiga –que es testigo del flirteo- nos dice que nos podemos encontrar en el medio, él y yo sonreímos en un juego de callar para así poder otorgar. Me distraigo dos segundos, y cuando me doy cuenta, él ya está con sus amigos zapando de nuevo. Músico tenía que ser. Me pregunto qué hacer frente a esa situación, si ponerme en rol de hiper copada y me quedarme hasta cualquier hora bailando mientras ellos tocan, o qué. Media hora después ya estoy adentro de mi bolsa de dormir, sola.

Al día siguiente camino casi en puntitas de pie, con mis ojos que oscilan entre abrirse mucho y afinarse buscando hacer foco por todo el pueblo, justo cuando empieza a llover se da: lo encontramos a Santiago refugiándose en un bar junto a un amigo. Nos quedamos mi amiga, ellos y yo sentados en la misma mesa, esperando que deje de llover. Charlamos sobre temas de los que se habla cuando se está de viaje: lugares que visitamos, hospedaje, no querer volver, cómo administramos la plata, “música, alcohol y chocolates” dice mi nueva meta como quien da un orden de necesidades básicas. Yo retengo cada balbuceo que sale de su boca.

Después de un rato, la temperatura empieza a bajar, así que nos vamos cada uno por su lado a buscar abrigo. En el camino, no termino de animarme a confesarle a mi amiga que me nace el deseo de dormir la siesta con ese chico, que nos atacan unos pibitos con talco y nieve artificial, ¡el carnaval humahuaqueño! “Ya está, Ornella, estoy flechada por Cupido” le digo.

Pasan varios intentos de mates, empanadas llenas de espuma Rey Momo, anteojos de sol para evitar tener los ojos irritados, y entre la multitud colorida aparece mi amado con su secuaz, traen un tinto en cartón que monopoliza la fiesta. Tetra va, tetra viene, y la lluvia otra vez. La odisea de encontrar donde ampararnos del agua hace que terminemos yendo a cenar todos juntos. Santiago camina en zig-zag por los efectos del alcohol, y eso hace que también esté a punto de perder sus superpoderes sobre mí. Yo lo sé muy bien: es ahora o nunca. En cuatro horas sale el micro que sí o sí tengo que tomarme para volver a Capital Federal, es necesario que a Santiago se le pase al menos un poco la borrachera sino este amor contrarreloj va a ser imposible. Me siento más “Antes del atardecer” que nunca, sin embargo, Romeíto no para de decir idioteces, se le patinan las palabras, y por momentos se queda congelado, estático, colgado.
Yo, que estoy en frente suyo, en una maniobra grandilocuente me siento al lado de él. Me dice que vayamos a ver las estrellas. “Llueve… no hay estrellas” le contesto. “Vamos igual” me sonríe. Salimos a la calle, nos metemos debajo de un balcón para no mojarnos, nos miramos lentamente a los ojos hasta que nos damos un beso. Me gusta cómo se siente esto, es como si nos cubriera un remolino rosa, violeta, amarillo, con destellos de luz que se extienden por todo el cuerpo; parecemos una publicidad de caramelos sabor mentol, con la frescura que nos trepa por el cuerpo, y a la vez nos hace volar. Una frescura que es interrumpida por nuestros compañeros de viaje, que nos proponen ir a la plaza. El tipo me agarra de la mano para caminar. Mi amiga me mira, “¿qué onda, pintó amor?” me dice a través de un gesto, de esos que sólo entendés con tus amigos. En las escaleras de Humahuaca, el morocho me dice de ir a un lugar más calentito y seco. “No tengo hospedaje. Soy una sintecho” me lamento, y él me invita a su carpa.

Diez minutos después estamos en su camping: las carpas de sus amigos están pegadísimas a la nuestra, si dejamos de hablar se escucha hasta el latido del corazón del vecino. Pero la vida es corta y ya estamos en el baile, así que dejamos que triunfe el amor y nos ponemos a bailar. La privacidad quedará para otro día. Un par de horas después suena la alarma de mi celular. Otra vez soy “Antes del atardecer” en su máximo esplendor: en treinta minutos sale el micro a Buenos Aires, me tengo que ir, no hay opción. Saco un chocolate de mi carterita y se lo doy.

Santiago me acompaña al hospedaje donde dejé mi mochila. Ahí me espera mi amiga, que con una rapidez que yo no tengo, le pide a mi nueva conquista que le lleve su equipaje.

Llegamos a la Terminal, el micro está en marcha y todos los pasajeros arriba. El chico de la guitarrita apoya sus labios en los míos, y repite mi nombre completo. Asiento 13, lado de la ventanilla. Es la 1.40am y ya no llueve en Jujuy como horas atrás. Se apagan las luces, el micro sale. Todavía siento en mi boca el sabor del Chonik que compré como cada vez que me gusta un chico. Pero esta vez no me lo comí sola después de verlo, sino que me animé y se lo regalé. Será que con Santiago todo fue más espontáneo y natural. Al menos por un rato.

2

El folklore era mi tango. Me cantaba mi angustia de saber muerta ya la ilusión y la fe, todo muy cliché. Durante mucho tiempo fui a peñas porteñas, y sentí la emoción de la música terrenal, los paisajes que se aparecen con sólo escuchar un charango, el cuerpo que se despega de la silla para moverse y acompañar el ritmo. Bailé como se bailan esas danzas, y cuando no supe hacerlo, creé mi danza de autora. La música solía viajar por mi cuerpo e iluminarlo, pero a la vez sucedía lo opuesto: la nostalgia entraba en mi pecho cuando me detenía a escuchar la orquesta. El anhelo de algo inalcanzable, que no sabía qué era. Un hueco en el medio de la peña que hacía agua adentro mío.

El último verano viajé al Norte, por tercera vez. Quería reencontrarme con su cultura para alejarme de la mía, para acomodar algún que otro cabo suelto, para recuperar el valor de cada minuto, de cada lluvia. La respiración y las pulsaciones tuvieron que hacer su tarea para compensar la altura, el agotamiento de ir al mercadito a comprar un queso y unos tomates en contraposición al paisaje que se clavaba en nuestra retina, que nos pedía -a través de cabritas y burros- que lo miremos sin parar. Tantas caras bañadas de sonrisas que se asomaban en cada pueblo, compañeros de viaje, de canciones, de porro, de carpa. Kilómetros que pasaban y traían encuentros en la plaza con guitarras, el pibe de Saavedra con su flauta traversa, y su amigo de San Isidro que nos hacía perder la cordura con su voz gruesa.
Las chacareras recorrían los paisajes y mis nostalgias, mis viejos amores se asomaban en rincones que compartimos tiempo atrás, y también en los que nunca llegamos a estar.

El folklore era mi tango. Pero un día, ya en Buenos Aires, algo cambió.
Fue un viernes en Constitución cuando desde un aula de la Facultad de Sociales se asomó un hombre alto, flaco, con rulos: era Hernán, la última persona que se había dado el lujo de partir mi corazón. Hacía muchísimo que no lo veía, más de un año tal vez. Seguía igual. Estaba dando clases, y vivía con la mujer por la que se había ido tiempo atrás. Su lunar en la nariz seguía intacto y su sonrisa brillaba. Cuando nos despedimos, por más que lo intentamos, no nos salió el abrazo.
Horas después, en la esquina de Acoyte y Rivadavia, no dudé cuando vi una silueta que se asomaba a lo lejos y venía hacía mí: era mi gran amor, todavía más lejano que el de fsoc. ¿Cómo era posible que hacía más de un año y medio que no veía a ninguno de estos dos hombres, y me los venía a cruzar a los dos la misma noche? Javier caminaba junto a una chica, agarrándola de la mano, la cadencia de sus movimientos hacía que desde afuera pareciera que flotaban. Se acercaron a mí, sin siquiera mirarme. Les sonreí, pero no respondieron y siguieron acercándose cada vez más. Cuando los tuve tan cerca que rozaban mi pecho y mi nariz, sentí el olor del perfume de él, su desodorante, su aliento, sus latidos, el calor propio de ese cuerpo. Recordé el parque juntos, las cervezas, la cama, la mañana con el sol por la ventana, los desayunos, el subte en hora pico, los besos fugaces en la combinación de líneas, los helados, las obras de teatro. Todo esto acompañado por aromas desconocidos, los de ella. Pasó esa tormenta de imágenes y sólo quedó en el aire un vapor blanco. Ellos se sacudieron como si se estuvieran sacando polvo de encima.

Al día siguiente me desperté con un rayo de luz que entraba por la ventana, no se escuchaba ningún sonido de la calle. Me tiré en el sillón del living, prendí la televisión, hice zapping por cinco canales y la apagué. Prendí la radio, puse Nacional Folklórica. Sabía que ya a esa hora sonaba el programa que hacía Hernán. Su voz en mi mente se mezclaba con el timbre vocal de su amigo: no podía reconocer con exactitud la voz del hombre que me había destruido tiempo atrás. Recordé el momento en que nos alejamos el uno del otro, yo escuchaba su voz en la radio, para ver si podía captar algún sentimiento suyo, como quien busca en los ojos de su amor un engaño, y sin embargo ya en ese entonces no lograba reconocer con exactitud su voz, se me escapaba de los oídos, la perdía.
Tirada en el futón, aburrida de la programación de sábado a la tarde de Radio Nacional, me pregunté por qué habría estado un año junto a él, qué sería lo que nos unía, cuando ahora lo sentía tan lejano, con valores tan distintos a los míos. No encontré una respuesta clara. Pero de pronto, pasó algo: empezó a sonar Déjame que me vaya. Ahí entendí que la angustia que me traía el folklore estaba ligada a esos días de verano, donde las lágrimas se fusionaban con la transpiración.
Y sucedió nomás: desde esa tarde el folklore dejó de ser mi tango, para convertirse enteramente en imágenes norteñas, en bailes, zapadas improvisadas, asados, fernets, sonrisas, alegrías y encuentros. Todo lejos de la nostalgia de aquel chico me había provocado.

1

Iba a nacer el 2 de mayo de 1986, pero el olor del asado que estaba preparando mi obstetra el Día del Trabajador, junto al sol y la brisa salada de Mar del Plata, fueron muy tentadores para mi. En un abrir y cerrar de ojos, estaban todos en la Clínica Colón. Hubo que hacer cesárea, en esa época (quizá ahora también, andá a saber) delante de la parturienta se colocaba una especie de cortina que impedía que viera cómo le tajeaban la panza para preparar la salida al mundo de su hijo. El Doc aprovechó el escenario que se había armado, en el que mi vieja era el público, y yo sería la figura principal. Me asomó como si fuera un títere por arriba de la tela, y así tuve mi primer contacto con el mundo.
A las dos horas de mi debut como ser humano, llegó mi madrina:
-¿María Laura se llama?- dudó cuando le dijeron mi nombre -¿No se iba a llamar Julieta?

Así fue que llegué al mundo yo, Julieta María Capristo.
Con este blog nace María Laura, que funciona como mi alter ego, que vive historias de amor, de chongos y de menos también.