Las manos en la masa

Patricio sonríe con los dientes muy blancos y brillantes, apoyado en la mesada de la cocina del teatro; me observa en silencio preparar el bollo de las pizzas, se toca la camisa, se acomoda el jopo. Lo único que se escuchan son las voces que provienen de las actuaciones de la sala.

-Tendrías que estar viendo la obra vos– le susurro. Él con una mueca que le forma dos pocitos en sus cachetes, se para atrás mío. Como quien mete un pie en la pileta para tantear la temperatura, roza con sus manos mis brazos. Me rodea como si sumergiera su cuerpo en el agua, aclimatándose. Quedo entre la mesada y él. Sólo le resta mojar su cabeza, y lo hace: mete sus manos en la masa de la pizza, se acerca más a mí, y nuestros cuerpos quedan totalmente en contacto; cierro los ojos y nos quedamos quietos durante varios segundos. Él acerca su boca a mi cara, sin siquiera rozarme, hoy no huele a perfume importado, sino que huele a haberse duchado por la mañana. Su aroma me envuelve, su respiración es una caricia en mi nuca que afloja mis rodillas, que me estremece hasta los pies. Nuestras manos se pegotean en esa preparación con poca harina, entrelazándose. Su lengua recorre mi cuello, juguetea en mi oreja, entrecortando la voz le pido “basta”. Pero Patricio no suelta la pizza, sigue amasándola, me demuestra cómo sus dedos tocarían mi piel. Él acaricia la masa, la pellizca, la aprieta, la estira suavemente; agarra harina del paquete y sigue masajeando la preparación. Sin soltarme, nos hace caminar hacia donde está la pizzera, le echa aceite y comienza a esparcirlo en cada rincón del molde con sus dedos, “quiero recorrer así tu espalda”. Abre la canilla, veinte dedos se acarician los unos a los otros, lubricados por el aceite y el jabón. Nos secamos juntos, agarramos un bollo, lo estiramos y lo ponemos en el molde, él agarra la salsa, la esparce sobre la pizza, acerco mi boca a su mano, y con mis labios, muy suave, despacio, sin prisa, tomo su anular, jugueteo con él, lo hago recorrer toda mi boca, lo muerdo, lo lamo. Siento todo su cuerpo en contacto con el mío, y los latidos de su corazón. Con su otra mano comienza a recorrer mis pechos, de a poco baja hacia mi vientre, continúa hasta llegar a mi pubis, y por fin, luego de tanto tiempo, como quien se zambulle sin dudas en una pileta que no conoce, Patricio mete su mano dentro de mi bombacha. Su mano es suave, grande, fría. Me toma con fuerza, como si quisiera que no me escapara, que yo lo absorbiera. Estoy a punto de estallar, mi cuerpo se tensa. “Quieta” me indica susurrándome, sin dejarme mover.

Mi amor es surrealista, es un mago que se funde en las tinieblas del deseo, que no encuentra una salida para el truco que intenta mostrar. No entiende de besos a medianoche, ni de ideas que compartir. Mi amor escucha Pink Floyd mientras las líneas de la autopista pasan a su alrededor. Pone sus oídos a todo lo que dan, pero no logra decir ni descifrar lo que pretende, lo que pretendo. Mi amor escribe letras de ok, dale, bueno, genial, me encantó; y se olvida de decir lo que quiere.
Mi amor regala caramelos en los labios ajenos, pero no compromete sus besos con los demás. Mi amor escucha la radio que le quita el nombre, y queda vacío cuando no se lo puede nombrar.
Mi amor me da una mano cuando le pido el hombro, me escupe cuando me pongo indiferente. Me mira con ojos que calidoscopean mi interior, me regala una noche de ojos abiertos sola, sin darme lo que prometió.
Mi amor circula por las calles porteñas, lo encuentro en Gurruchaga y Padilla, en Juan B Justo y andá a saber cuál. Se esconde en Martinez Rosas y escapa hacia allá.
Mi amor no pretende encajar, sabe quedar mal. Se comporta mal, se maneja mal, habla mal. Describe, piensa, siente, desea, se contradice mal. No dice sí, grita tal vez. «Tal vez, tal vez, tal vez» me grita mi amor en el oído cuando yo le pongo ojos de medialuna. Me da besos escondidos, acaricia mi pierna con un dedo, espera que me acerque, que le haga creer que soy yo la que empezó. «Ella empezó» se justifica mi amor.
Él me clava sus ojos, su boca, su lengua, su nariz, sus manos, sus uñas, sus ganas, hasta hacerme sangrar.

28/11/2013

Un rincón se genera cuando se habita un espacio de la casa. Antes, sólo hay una pared, que choca con el piso, que la escoba lo barre cada tanto.
Justo cuando andaba desrinconando un cachito de mi corazón, encontré un nuevo lugar en casa, situado al lado de mi habitación.
Ahora lo miro y no me explico cómo se formó, las partes que puse yo, las que se amontonaron de forma involuntaria, las que trajo andá-a-saber-quién. No sé bien cómo algo o alguien se mete en un espacio que no es nada, y sin consultarte, lo convierte en un rincón que se te instala en el medio de la casa.

Soltame

Lo agarré de las muñecas, sostuve sus brazos contra la cama sin dejarlo que se mueva. Arriba suyo lo miré a los ojos y me reí. Él forcejeaba.
-Dale, salí, boluda.
-No.
-No me calienta.
-¿Qué me importa?
Seguí forzándolo, él luchaba para que lo libere, yo en cambio entregaba más y más peso sobre su cuerpo. Empecé a refregarme en él.
-No me vas a poder chupar la pija si me sostenés-dijo.
-Qué sabés- desafié.
Seguí mateniendo sus brazos paralizados. Él aflojó su cuerpo y me miró con ojos de suplicio. Vi en su mirada la desesperación que tantas veces él me había ocasionado.
Nos levantamos de la cama. Él intentó tocarme, pero lo agarré de la nuca y empecé a apretársela de a poquito, cada vez más y más fuerte. Las ganas de hundir mis dedos en su cuello iban creciendo. Pensé en que él podría zafarse y hacérmelo a mí, así que decidí soltarlo.
Se acomodó la remera y el pantalón, se puso las zapatillas. Agarró el celular, la billetera. Intentó irse, pero cerré la puerta de mi cuarto todas las veces que la abrió, agarrándolo de las manos, empujándolo, riéndome. Se detuvo, me pidió que me ponga seria. Entonces, le pedí unos minutos. Acaricié sus manos, inspeccioné su rostro, y tironeé un poquito de su pelo a dos aguas, sabiendo que sería la última vez que lo tocaría, y no me importó. Lo abracé, y respiré.
Bajamos la escalera. En la puerta de casa, le dí un beso. Y sin mirarlo, después de dos años de conocerlo, lo dejé ir.

11

F. de venc.

Puedo imaginar tres días de amor sin escrúpulos, sin el señor que viene y golpea el hombro con que esto sí, esto no. Puedo poner mi mano en tu mano, contar los labios de tu boca con mis dientes, mis espejos. Puedo conversar con las ideas que tengo de vos, pintarte de color rosado, teñir el cuarto de tus olores, de tus preguntas. Puedo estudiarte en mis ratos libres, y liberar mis ratos para aprenderte. Puedo poner un terrón de azúcar sobre tus ojos, escapar de la duda y encontrar las partes que quiero de vos. Puedo acariciarte en mitad de la noche, y no proyectar un futuro juntos en el que te dormís. Hacer oídos sordos, despreocuparme por tus ideas políticas, porque hagas chistes malos, o porque festejes en demasía los míos. Te puedo decir todo lo que pienso-siento-veo-idealizo-reflejo en vos. Darte el abrazo que quiero recibir, besarte como si fuera la millón quinientas mil ochocientas veces que lo hago. Puedo todo eso y mucho más, porque sé que tengo el privilegio de saber cuándo esta historia de amor va a terminar.

(Nos quedan tan pocos días)

10

Distancia

En la tensión de la espera, la mano se acalambra y cae. Si las piernas pudieran, por ejemplo, pedalear hasta lo que la mano espera y traerlo consigo, la cosa sería distinta (ya no sería la cosa, sería el motivo, o en todo caso, la esencia). Dejaría de prender tantas luces en la casa, no pondría la calefacción-dos frazadas-dos acolchados-una bolsa de agua caliente. Ya no habría horas de “todo lo que tengo que hacer”, sino que los momentos libres serían parques de diversiones. La mañana dejaría de ser una alarma cada diez minutos durante una hora, los mensajes de celular no serían más el buen día cotidiano. El almuerzo vendría con té incorporado, la hora de partir pasaría a ser a las corridas porque nos demoramos una eternidad en sólo un instante. Las manchas en la ropa tendrían un cómplice, los platos sucios se duplicarían, el desorden del cuarto estaría matizado por la presencia del amor.      
Pero la mano se acalambra y cae.

9

La casa huele a caramelo y a lluvia. Diecisiete minutos más tarde de la hora pautada suena el timbre, un mail queda suspendido en la cibernética. Bajo la escalera y abro la puerta de entrada, no logro cerrarla que un beso se adueña de la situación. Él lleva puesta su campera negra que le saco apenas subimos, una remera escote en vé, y una sonrisa que a lo largo de la tarde empieza a dibujarse en su cara. Nos sumergimos en la cocina, el azúcar se derrite en nuestra boca, viaja por los cuerpos, por los dedos y se escurre en miradas que se convierten en muchísimos “Hola” miedosos, expectantes. Pasan las horas, los pensamientos a toda la velocidad. Un mate. Una sonrisa. Otro mate. Un roce. Un mate. Él arriba, yo abajo. Mate.

No para de llover, es hora de partir hacia la excusa que usamos para vernos. Me enredo en mi propio suéter para generar un letargo en la despedida. Lo abrazo una vez, dos veces, tres. “Nos vemos dentro de mucho tiempo”. Una caricia en su mano y la puerta del auto que, cuando desciendo, hace “¡paf!”.

Pasan los días, y la casa sigue oliendo a caramelo.

8

Después de seis meses, me crucé a mi amor de verano 2013 en Plaza de Mayo. Apenas lo vi me sorprendió su look: tenía unos anteojos muy grandes, estaba afeitado, miraba, hablaba y gesticulaba con un aire chetón palermitano que en el carnaval humahuaqueño yo no había detectado. Me gustó reconocer sus uñas largas para tocar la guitarra, pero la falta de talco y espuma carnavaleros dejaban ver que debajo del morocho amante del folklore que yo había conocido meses atrás, había otra persona.
Intentamos contarnos más o menos en qué andábamos, pero otras conversaciones se dispararon y se interpusieron entre el objetivo y nosotros. Sentados en el pasto me contó que estaba ahí por una marcha sobre unas leyes de música, no entendí muy bien de qué se trataba, pero sospecho que él tampoco. Hablamos de su banda, que se había comenzado a gestar en el Norte, que ahora estaba haciendo varias fechas. Le conté de mi nuevo laburo como asistente en una obra itinerante. Me preguntó por los amores, y después de haberle esbozado un poco cuál era mi situación, me contestó que sólo le estaba diciendo cosas negativas, que eran una seguidilla de noes: no me gusta tal, no me da bola aquel, no me sale. Tenía razón, y ese era el único «sí» que yo podía dar respecto al amor. Él no estaba saliendo con nadie ni  nada parecido, había decidido dejar de lado las relaciones esporádicas o superficiales.
Empezó a caer el sol, los mates que él tenía ya estaban fríos y lavados, la gente empezaba a desconcentrarse, y sólo quedaban algunos que otros deambulantes de la ciudad, de los que buscan algún lugar donde dormir, que en lo posible que no esté tan frío. Santiago tenía que irse a un ensayo con los pibes que yo había conocido en enero. Casi sin ganas, encaramos para Diagonal Norte. Se aproximaba el fin del encuentro, íbamos para lados opuestos, pero  en vez de alejarnos, empezamos a acercarnos cada vez más, él ya no me miraba a los ojos cuando me hablaba, sino que lo hacía en mi oído. Como quien elabora cada instante, sin dejarse llevar por impulsos o sin dejar de pensar sus movimientos, Santiago se alejó un poquito de mí, me observó y se acercó mucho, hasta que nuestras narices quedaron en contacto. Nos besamos,  y como si se me prendiera una luz interna, recordé la suavidad de sus labios, la textura de su lengua, la delicadeza con la que daba cada beso. Entrelazamos nuestros dedos, y sentí a la vez que recordaba lo áspera que era la piel de sus manos; me apoyé sobre su hombro, sentí su olor, se mezclaba con el perfume dulzón de su bufanda. Volvimos a besarnos, esta vez el beso se sintió con más gusto, perfeccionados los sentidos. Al alejarme un poquito para mirarlo, vi el lunarcito que tiene en la pupila del ojo derecho, sonreí. Estábamos en eso cuando una voz nos interrumpió: era un amigo suyo. Se saludaron con un gran abrazo, charlaron por un rato,  más de lo que a mí me hubiese gustado. Después Santiago me contó que hacía años que no se veían. Volvimos a besarnos y volvimos a nuestra charla. Por un momento nos contemplamos en silencio, hasta que un bondi que pasó nos distrajo. Se hacía tarde para él. Después de un último beso, me deseó buena semana, y soltándome de a poco las manos, se fue.
Pasaron dos, tres días; pasó una semana. Esperé, pero no supe nada de él.
A los diez días me dí por vencida.

A veces me acuerdo de ese encuentro casual y no puedo evitar preguntarme qué habrá sentido él esa noche cuando se subió al subte, o qué le habrá respondido a su amigo -el de aquella esquina- cuando le preguntó quién era la chica de la Plaza.

7

Entré al chino y estaba Mariano.
-Marian, ¿qué hacés por acá? -dije mientras me peinaba un poco con la mano. Apareció una chica de pelo cortito, nariz rara, dientes raros, ropa rara. Era de esas personas que no sabés si son lindas o feas.
-Francisca, ella es Laura. -nos presentó Mariano. Al chico de joggineta se le había olvidado comentarme que salía con una especie de bailarina en la oscuridad que no podía escaparle a su excéntrico destino estético. Mariano me contó que estaba por estrenar una obra de teatro, que después me pasaba el dato. Yo agarré unos Don Satures y me fui a mi casa.
Un par de días después me agregó a Facebook desde la cuenta de la obra en la que estaba actuando, me dijo que qué garrón habernos cruzado de esa forma, que le había resultado un poco incómodo, y que además estaba muy linda. Sentí que su objetivo tramposo iba tomando forma, si no por qué me decía esas cosas desde un Facebook institucional. Así que cerré la ventana de chat.
Me lo volví a encontrar en la misma mesa de aquella vez. Leía y resaltaba algunos conceptos, y borraba anotaciones con Liquid Paper. Me abrazó con todo el cuerpo, como si se le hubiese escapado y no se hubiera podido controlar. Tenía un par de entradas para el teatro encima, así que me las dio. Me acordé de su novia rara, y pensé que él también lo era. Acepté.
Caí en el San Martín sola porque no había encontrado coequiper. No era la primera vez que lo hacía, disfrutaba mucho andar recorriendo lugares y personas a mi tiempo. Durante la función reconocí al streaper entre los actores: me llamó mucho la atención que la noche que habíamos estado juntos no me había hecho ningún comentario al respecto, y pensé en cuántas novedades interesantes deben pasársenos de largo cuando vemos a alguien. El mundo una vez más se volvía un excitante pañuelo endogámico.
Al terminar la función, Gonzalo, el streaper, me insistió para que vaya a cenar con él y varios más. La obra había sido brillante, y la pizza de Güerrín, además de chorrearse de muzzarella, prometía jugar al límite por compartir la mesa con Gonzalo, Mariano y su novia amelienesca.
La conversación giró en torno al callecorrentismo teatral: tal puesta de Tolcachir en el Lola Membrives, que las funciones en Timbre 4 tienen ese noséqué, que qué groso es Muscari, o que es un idiota. Y qué grande es Javier Daulte, por favor.
Al momento de irnos Mariano me sonreía con ojos libidinosos, Francisca -que no se daba cuenta de que su novio me morfaba con la mirada- se reía borracha y me decía que vaya con ellos en el auto. Era la frutilla del postre de lo bizarro. Esperar el 140 era un garrón, así que me subí al Corsa.
Durante el trayecto charlamos un montón, cuando llegamos a mi casa la discusión sobre popes de las tablas estaba recién iniciándose, nos detuvimos frente a mi puerta y seguimos con la conversación, pero Francisca se puso a insistir en que vayamos los tres a tomar algo. Dudé por dos segundos, pero acepté.
En el departamento de Ávalos, Mariano preparó un Fernet enorme para los tres. Ella abrió unas fotos en la notebook para mostrarme. Me senté frente a la compu en un banquito, se acercó Mariano, entonces Francisca se sentó en el mismo banquito que yo. Como a las diez imágenes, me di cuenta de que la mano de ella estaba sobre mi rodilla, no sabía muy bien cuándo había empezado a acariciarme pero se deslizó hasta mi entrepierna. Me quedé quieta, paralizada. Miré a Mariano, él a Francisca que sonrió y me beso. La brutalidad de Mariano lanzándose a mi cuello se contrapuso a la delicadeza de su novia. Él, desde atrás mío, alternaba entre besarme la espalda por debajo de la remera, y besar a su novia en los labios. Yo lo recorría a Mariano con mis manos, y un poco con mi lengua. Olía muy bien, ella mejor todavía. Él metió su mano adentro de mi bombacha, y casi como un acto reflejo le mordisqueé el lóbulo de la oreja a Francisca. Nos besamos los tres en los labios, nuestras lenguas se mezclaban, y así nos fuimos sacando la ropa el uno al otro, y al otro. De a poco fuimos hasta la cama, ahí nuestras piernas se entrelazaban, nuestros pies se acariciaban, nuestras lenguas jugueteaban. Mariano nos tocaba a las dos juntas, y Francisca acababa una vez tras otra, lo hizo como diez veces, yo -que no quería que se termine ese momento- retenía mi orgasmo, lo aguantaba, lo hacía frenar a Mariano por momentos, y lo hacía continuar con desesperación. Así seguimos un rato, hasta que entre los dos empezaron a darme sexo oral, empecé a retorcerme, perdía la consciencia, los ojos se me iban para atrás, los deditos de los pies se me retorcían, trataba de entenderme, pero no me daba cuenta si estaba viviendo un gran orgasmo que no concluía o si eran muchos chiquitos. Después fue el turno de Mariano, y Francisca al ver a su pareja en éxtasis, como si hubiese recibido algún estímulo físico, volvió a tener un orgasmo.
Cuando volví de mirar mi celular, que sonaba hacía rato de forma repetitiva por culpa de un mensaje de texto, vi cómo Mariano y Francisca se miraban cómplices: sus ojos transparentes me decían que entre ellos había tanto amor que podían compartirlo.
Y esa noche había sido conmigo.

6

Salgo de La Barbarie medio borracha. En la parada del bondi me encuentro a un compañero, Gonzalo. Nos ponemos a discutir sobre la falta de un comedor universitario, y agradecemos que exista el bar autogestionado de la esquina de fsoc, que no sólo reemplaza el espacio que la facultad no nos da, sino que me facilita el alcohol que me acabo de tomar. Ya arriba del 39 le comento que a las 00hs va a ser mi cumpleaños, que si mañana quiere sumarse al festejo, está más que invitado. Gonzalo se queja que tiene sueño, que es tarde, que tiene que esperar el tren, y que no llega al que pretendía tomarse, que va a hacérsele tardísimo, y encima hace frío. Está molesto, hace puchero. A mí, que justo estoy parando en la casa de una amiga que está de viaje, me da un poco de pena verlo así. Como él conoce a mi amiga y su casa, oscilo un poco, pero termino invitándolo a dormir en el futón del living, y yo en el cuarto, le aclaro. Se lo digo de par a par, de compañero a compañero, de persona a persona, ni siquiera lo miro mucho cuando se lo digo: lo estoy invitando a dormir, nada más.

Llegamos al departamento de Ornella. No sé ni dónde sentarme porque no es mi casa. Le ofrezco un vaso de agua, abrimos el futón y le alcanzo sábanas; después me tiro en otro sillón a charlar un rato con él, pero los ojos se me empañan del sueño. Me voy a lavar los dientes, y cuando vuelvo él tiene la camisa desabrochada. Yo como si nada sucediera, como si tener a un hombre casi desconocido en cuero en el living fuese algo normal, cotidiano. Le digo que al día siguiente más le vale que me haga el desayuno, que acá está la llave y que puede ir a comprar facturas. Dudo si dar un paso adelante –sobre él- o irme a dormir. Pienso en que si me acuesto ahora con él voy a tener que dormir toda la noche a su lado, y eso va a ser muy largo y duro, y en este caso eso no aplica como algo positivo porque no sé dormir con desconocidos. Le doy unas palmaditas en la espalda y subo la escalera que me dirige a mi cuarto. La casa es un loft, por lo tanto la habitación no tiene puerta, sino que al subir la escalera ya te encontrás con la habitación. Él abajo, yo arriba; y desde ahí él me habla, qué buena está la casa, qué linda almohada, entra mucha luz. Yo me siento un poco como cuando era chiquita y venía una amiga a dormir, o como cuando compartía cuarto con mis hermanas, y ellas no podían conciliar el sueño. Me dice que tiene frío, yo me hago la boluda y le lanzo una frazada.
No pego un ojo en toda la noche. De pensar que tengo a un chabón allá abajo no puedo dormir muy en paz. Cada ruidito que suena me despierta. Y sé que él también está despierto, lo escucho moverse, hace sonidos a propósito, está viendo si yo respondo a eso, pero no, no lo hago.
A las siete de la mañana ya estoy despiertísima, me quiero levantar pero tengo un flaco durmiendo en el living-cocina. Ay, ¿por qué la vida es así?
En un momento siento un ruido, creo que él está pisando la escalera de madera. No, falsa alarma, no pasa nada. Vuelvo a escuchar lo mismo. Me río por dentro, sé muy bien que está amagando, dudando si subir o no. Y de pronto ocurre lo inevitable: al darme vuelta tengo un tipo en boxer negro, bronceado ¡en abril!, musculoso, con una tabla de lavar la ropa en la panza. Se lanza encima de la cama, al lado mío y me dice “Feliz cumpleaños”. Me dice que tiene frío y se mete adentro de las sábanas conmigo.
A las dos horas ya recibí el desayuno. No vino con facturas, pero tal vez hayan sido mis amigas las que me mandaron a un streaper encubierto en un compañero para cortar la mala racha, y comenzar los veintisiete garchando.